Sobre la importancia de lo Inútil

Publicado en Revista Habitar, CAE, Quito, 2005.

Se me ha pedido que escriba un ensayo sobre la utilidad y cómo compartirla, pero una reflexión sobre lo útil necesariamente deriva en su anverso: la iluminadora condición de lo inútil. Para explicarme mejor, vale la pena recurrir con el lector a un ejercicio histriónico y ponerse en los zapatos del arqueólogo. Cuando debe enfrentarse con los objetos que extrae de la tierra, sin un texto que guíe su interpretación, el arqueólogo se ve obligado a descifrar los signos mudos de la materia y los objetos que encuentra: el grado de aspereza o brillo de una superficie, la proporción de ornamentos que la cubren o esculpen, la calidad y tipo del material que la conforma, la técnica que la produjo... Un análisis detallado de cada pieza le permite clasificarla como más o menos útil. En un extremo del espectro taxonómico se encuentran los objetos "inútiles", generalmente asociados con un grado tal de refinamiento en el material, la técnica y la ornamentación, que ocupan un espacio dentro del universo del ritual y lo sagrado. El objeto totalmente inútil se convierte en símbolo: su fin es puramente semántico. En el otro extremo se ubican los objetos meramente "útiles": ellos habitan el mundo de lo banal y lo profano; su presencia es puramente material. Entre los dos extremos se despliega todo un abanico de objetos con un mayor o menor grado de utilidad o inutilidad explícita.
Dentro de este rango intermedio se ubica la mayor cantidad de objetos arquitectónicos. Al suplir una necesidad básica, la arquitectura está destinada a ser habitada, y es por ende, primariamente útil. Este rasgo es el que la distingue de sus primas, las artes plásticas. En el extremo de lo "inútil" en la arquitectura podrían ubicarse los monumentos, cuya función primordial suele ser recordar y, por tanto, comunicar. En el polo opuesto, recae la mera construcción, cuyo único fin es la utilidad. Y en este punto, vale la pena referirse no sólo a ese significado de lo útil como “necesario”, sino también a esa otra acepción de lo útil como “provecho”, como cantidad que decanta cuando al ingreso se le sustrae el egreso; como “utilidad”.
La mala arquitectura suele ser aquella que sirve sólo y exclusivamente a la "utilidad" (en ambos sentidos de la palabra); aquella que olvida la importancia de lo inútil o la subestima. Si a esta valoración de lo inútil se le añade el llamado del Día Mundial de la Arquitectura a “compartir”, se concluye que lo que hace falta en Ecuador (y el mundo) es compartir lo inútil: habría que pedir, por un lado, a los inversionistas de bienes raíces que reduzcan un poco sus índices de utilidad, y elijan invertir en el valor agregado y el beneficio social que otorga el diseño; y, por otro, a los arquitectos, para que ofrezcan sus servicios también a quienes no pueden pagarlos, a aquellos que rara vez se benefician del sentido y el placer espiritual que otorga la inutilidad a la vida. Demasiado se ha resuelto en nuestras ciudades con utilidad, pero sin diseño. Es hora de que aboguemos por el valor de lo inútil.

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